"LAS MANOS QUE DESENTIERRAN LA MEMORIA"

 








Por: Rubén Darío Gómez

Especialista Región Pastoral Social Palmira



Los cementerios nos llevan a una especie de final del camino, un lugar donde todo lo material y vano queda atrás. Es allí, entre los rituales de despedida, donde nos enfrentamos a lo esencial: la memoria de quienes amamos y el misterio de la vida misma. Sin embargo, detrás del cementerio central de Palmira, oculto tras las sombras de la rutina y el olvido, yace un espacio más desolador, uno donde reposan hombres y mujeres señalados como "no identificados" o "no reclamados". En su silencio, desde los años 80, narran una parte oscura de nuestra historia, una historia marcada por el conflicto armado.



Se estima que más de 80 cuerpos esperan allí por su dignificación. Personas que, sembradas en la tierra, aguardan no solo por la tecnología que permita identificar sus nombres, sino también por algo más profundo: el acto de ser recordados, llorados, y finalmente reconciliados con su historia y la de sus familias. Este esfuerzo, liderado por la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas y Medicina Legal, ha empezado a dar frutos. Dos familias ya han recibido los restos de sus seres queridos, cerrando un ciclo de incertidumbre que, en muchos casos, había durado décadas.



Pero no se trata solo de la ciencia ni de la justicia. En este espacio limítrofe entre la vida y la muerte, en el cementerio de Palmira, han llegado también aquellos que alguna vez se enfrentaron como enemigos: firmantes de paz y miembros de la Fuerza Pública. Ellos, que en el pasado empuñaron armas y vistieron uniformes opuestos, hoy comparten herramientas de construcción. Juntos levantan paredes, excavan memorias y extienden sus manos, esta vez para construir y no destruir. Como profetizaba Isaías: “Forjarán de sus espadas arados y de sus lanzas podaderas” (Isaías 2,4). En este acto simbólico, manifiestan su compromiso de nunca más volver a la guerra.



Estos encuentros, llenos de tensión al principio, se han transformado en momentos de reconciliación. Uno de ellos, particularmente significativo, se dio en presencia de Monseñor Rodrigo Gallego, arzobispo de Palmira. En sus palabras resonó la memoria del Cristo de Bojayá, mutilado por la violencia, pero restaurado en la esperanza. Monseñor invitó a todos los presentes a ser las manos y los pies de ese Cristo, a trabajar juntos para sanar las heridas de una Colombia desgarrada. Su mensaje no solo reconoció el trabajo realizado, sino que lo elevó como un signo de lo que podemos ser como sociedad.

En este esfuerzo también convergen las familias buscadoras, en su mayoría madres, abuelas y hermanas, quienes han cargado por años la angustia de no saber qué pasó con sus hijos, hermanos y esposos. Estas mujeres, verdaderas guardianas de la memoria, inspiran a los demás con su tenacidad. Su clamor por la verdad y la justicia se refleja en el mural que se está levantando en el muro exterior del cementerio. Un guayacán amarillo florece como símbolo de vida y esperanza, con un mensaje poderoso: “Solo muere quien se olvida”. Estas palabras son un eco de su juramento: seguir buscando hasta encontrarlos.

La participación de la Fundación Reencuentros, la Fundación Comité para la Reconciliación y las instituciones —la ONU, el PNUD, la Secretaría de Paz de la Gobernación, los Consejos de Paz, Corporación para el Desarrollo Regional— y de la Iglesia Católica ha sido fundamental para crear un espacio donde estos encuentros sean posibles. Pero también lo ha sido el compromiso de los propios protagonistas: aquellos que un día eligieron las armas y hoy eligen las palabras, el trabajo conjunto y la reconciliación. Este proyecto en Palmira es un recordatorio de que la paz no es un destino, sino un camino, uno que requerirá mucho más que los 60 años que hemos dedicado a la guerra.




El trabajo en el cementerio de Palmira no es solo una intervención física. Es una semilla sembrada en el corazón de una comunidad que anhela dejar atrás el dolor. Es una declaración de intenciones: dignificar la vida y la muerte, sanar las heridas de la guerra, y restaurar los lazos de una familia colombiana fracturada. 




Como dijo Monseñor Rodrigo Gallego, “seamos los pies que caminan hacia el reencuentro y las manos que construyen la gran familia que somos”. Que este trabajo inspire a otros rincones de nuestro país a sumarse a este llamado: ser jardineros de memoria, reconciliación y paz.